Mi zona segura siempre fue la melancolía, y en muchos casos la depresión.
Hice del llanto crónico un estilo de vida.
Me convertí en una erudita acerca de las frustraciones, los miedos y la desesperanza reinante en los corazones humanos, pero por sobre todo, en el mío propio.
Crecí con miedo, compartí mis tardes de infancia con la angustia y la ansiedad, amigas incondicionales.
Mi personalidad se tiñó de los más variados matices nostálgicos y pesimistas.
Puedo ser graciosa, extrovertida y valiente, si la situación lo amerita. Es como pedir un préstamo de alegría, se que tendré que devolverla tarde o temprano.
A veces me asusto terriblemente, cuando exteriorizo demasiado mis teorías oscuras sobre la vida, y caigo en la cuenta de lo normal que me resulta convivir con la desolación de mi corazón.
Me aterra pensar en la fugacidad de la vida, en las relaciones que tarde o temprano se extinguen, en la muerte. Odio el momento de cerrar los ojos antes de quedarme dormida,
como si ese fuera el último segundo de vida que me quedara.
Siento un placer extraño y enfermo al envenenar buenos momentos, a modo de protección sobre posibles ilusiones y atisbos de alegría.
Mi pecho un día va a estallar, está rebalsando de sentimientos nunca expresados.
Quizás es hora de dejar un poco atrás esa relación que tengo con la melancolía, como si fuera una buena vieja amiga. Si bien hasta ahora me mantuvo con vida (a duras penas), hay más allá ahi
afuera esperando a ser descubierto...eso que algunos afortunados llaman felicidad.
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